Hay alguien especial para cada uno de nosotros.
Queridos
amigos a menudo, nos están destinados dos, tres y hasta cuatro seres.
Pertenecen a distintas generaciones y viajan a través de los mares, del tiempo
y de las inmensidades celestiales para encontrarse de nuevo con nosotros.
Proceden
del otro lado, del cielo. Su aspecto es diferente, pero nuestro corazón los
reconoce, porque los ha amado, en los desiertos de Egipto, iluminados por la
luna. Y en las antiguas llanuras de Mongolia.
Con
ellos hemos cabalgado en remotos ejércitos de guerreros y convivido en las
cuevas cubiertas de arena de la antigüedad. Estamos unidos a ellos por los
vínculos de la eternidad y nunca nos abandonarán.
Es
posible que nuestra mente diga: «Yo no te conozco.» Pero el corazón sí le
conoce. Él o ella nos toman de la mano por primera vez y el recuerdo, de ese
contacto trasciende el tiempo y sacude cada uno de los átomos de nuestro ser.
Nos
miran a los ojos y vemos a un alma gemela a través de los siglos. El corazón
nos da un vuelco. Se nos pone la piel de gallina. En ese momento todo lo demás
pierde importancia. Puede que no nos reconozcan a pesar de que finalmente nos
hayamos encontrado otra vez. Aunque nosotros sí sepamos quiénes son. Sentimos
el vínculo que nos une.
También
intuimos las posibilidades, el futuro. En cambio, él o ella no lo ven. Sus
temores, su intelecto y sus problemas forman un velo que cubre los ojos de su
corazón, y no nos permite que se lo retiremos. Sufrimos y nos lamentamos
mientras el individuo en cuestión sigue su camino.
Tal
es la fragilidad del destino. La pasión que surge del mutuo reconocimiento
supera la intensidad de cualquier erupción volcánica, y se libera una tremenda
energía.
Podemos
reconocer a nuestra alma gemela de un modo inmediato. Nos invade de repente un
sentimiento de familiaridad, sentimos que ya conocemos profundamente a esta
persona, a un nivel que rebasa los límites de la conciencia, con una
profundidad que normalmente está reservada para los miembros más íntimos de la
familia. O incluso más profundamente.
De
una forma intuitiva, sabemos qué decir y cuál será su reacción. Sentimos una
seguridad y una confianza enormes, que no se adquieren en días, semanas o
meses. Pero el reconocimiento se da casi siempre de un modo lento y sutil.
La
conciencia se ilumina a medida que el velo se va descorriendo. No todo el mundo
está preparado para percatarse al instante. Hay que esperar el momento
adecuado, y la persona que se da cuenta primero tiene que ser paciente.
Gracias
a una mirada, un sueño, un recuerdo o un sentimiento podemos llegar a reconocer
a una alma gemela. Sus manos nos rozan o sus labios nos besan, y nuestra alma
recobra vida súbitamente.
El
contacto que nos despierta tal vez sea el de un hijo, hermano, pariente o amigo
íntimo. O puede tratarse de nuestro ser amado que, a través de los siglos,
llega a nosotros y nos besa de nuevo para recordarnos que permaneceremos
siempre juntos, hasta la eternidad.
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